Mahoma fue
un profeta, pero jamás hizo milagros. No fue un místico; no poseía
una educación formal; no
inició su
misión hasta que cumplió los cuarenta años. Cuando anunció que
era el Mensajero de Dios, portador
de la
palabra de la religión verdadera, fue ridiculizado y tachado de
lunático. Los niños se burlaban de él, y las
mujeres le
arrojaban basura. Fue desterrado de su ciudad natal, La Meca, y sus
seguidores privados de sus
bienes
mundanos y enviados al desierto, tras él. Después de haber
predicado durante diez años no tenía nada
que mostrar
excepto destierro, pobreza y ridículo. Sin embargo, antes de que
otros diez años transcurrieran, se
había
convertido en el dictador de toda Arabia, en gobernante de La Meca, y
en la cabeza de un nuevo mundo
religioso
que, con el tiempo, se extendería hasta el Danubio y los Pirineos,
antes de agotar el impulso que él le
proporcionó.
Ese impulso fue de tres clases: el poder de las palabras, la eficacia
de la oración y el parentesco
del hombre
con Dios.
Su carrera
nunca tuvo sentido. Mahoma nació de miembros empobrecidos de una
familia dirigente de La
Meca. Como
quiera que La Meca era cruce de caminos del mundo, hogar de la piedra
mágica llamada la
Caaba, gran
ciudad comercial, centro de las rutas de caravanas y no muy
saludable, los niños eran enviados al
desierto, a
que fueran criados por los beduinos. De ese modo, Mahoma fue
alimentado y obtuvo fortaleza y
salud de la
leche de madres nómadas y experimentadas. Atendió a las ovejas y no
tardó en ser contratado por
una viuda
rica como jefe de sus caravanas. Viajó a todas las partes del mundo
oriental, habló con muchos
hombres de
diversas creencias y observó el declive de la cristiandad en sectas
que guerreaban las unas contra
las otras.
Cuando tenía veintiocho años, Khadija, la viuda, lo miró con favor
y se casó con él. El padre de ella
se hubiera
opuesto a ese matrimonio, así que ella lo emborrachó y logró que
diera la bendición paterna.
Durante los
doce años siguientes, Mahoma vivió como un rico comerciante,
respetado y muy astuto. Luego
empezó a
deambular por el desierto, y un buen día regresó con el primer
verso del Corán, y le dijo a Khadija
que el
arcángel Gabriel se le había aparecido y le había dicho que él
iba a ser el Mensajero de Dios.
El Corán,
la palabra revelada por Dios, fue lo más cercano a un milagro que
Mahoma hizo en toda su vida.
No había
sido poeta; no tenía el don de la palabra. Y, sin embargo, los
versos del Corán, tal y como él los
recibió y
los recitó con toda fidelidad, eran mejores que cualesquiera versos
que los poetas profesionales de
las tribus
pudieran producir. Eso fue un verdadero milagro para los árabes.
Para ellos, el don de la palabra era
el mayor
don, el poeta era todopoderoso. Además, el Corán decía que todos
los hombres eran iguales ante
Dios, que el
mundo debía ser un estado democrático, el Islam. Esta herejía
política, más el deseo de Mahoma
de destruir
los 360 ídolos existentes en la plaza de la Caaba, fue lo que le
ganó el destierro. Los ídolos atraían
a las tribus
del desierto a La Meca, y eso significaba comercio. Así que los
hombres de negocios de La Meca,
los
capitalistas, de los que él mismo había formado parte, se echaron
sobre Mahoma. Entonces se retiró al
desierto y
demandó la soberanía sobre el mundo entero.
El auge del
Islam comenzó. Del desierto surgió una llamarada que no se
extinguiría: un ejército democrático
luchando
como una unidad y preparado a morir sin pestañear. Mahoma había
invitado a judíos y a cristianos a
unírsele,
porque él no estaba creando una nueva religión. Estaba llamando a
todos aquellos que creían en un
solo Dios a
unirse en una sola fe. Si los judíos y los cristianos hubieran
aceptado su invitación, el Islam hubiese
conquistado
el mundo entero. Pero no fue así. Ni siquiera aceptaron la
innovación de Mahoma de introducir la
guerra
humana. Cuando los ejércitos del profeta entraron en Jerusalén, no
mataron a una sola persona a
causa de su
fe. En cambio, cuando los cruzados entraron en la Ciudad Santa,
varios siglos más tarde, no le fue
perdonada la
vida a ningún musulmán, fuera hombre, mujer o niño. Los
cristianos, no obstante, aceptaron una
idea
musulmana: el lugar de aprendizaje, la universidad.
Thomas Sugrue.
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