Mi novio es un zombie: la erótica de los monstruos
El mal, lo oscuro, las profundidades, los monstruos y seres aberrantes siempre han vivido en vecindad con el sexo, el erotismo, el deseo y los bajos instintos; sobre todo porque ambos comparten más de una característica y porque juntos, uniendo fuerzas, han conseguido asustarnos y excitarnos hasta el límite.
La lujuria es esa bestia que todos llevamos dentro y que puede aflorar en cualquier momento llevándonos a la perdición y al abismo. Unos segundos de placer bastan para condenarnos eternamente, argumento que, antaño, los defensores de la decencia esgrimían y que no puede ser más tentador para esbozar historias truculentas y sin salida. ¿Hay algo más aterrador que la filosofía pacata y moralista en la que gran parte de la humanidad se ha educado?, y por otro lado, ¿hay algo más tentador y excitante que transgredirla? Es así como terror y erotismo intercambian, a menudo, sus funciones de dar miedo y provocar deseo, lo que los ha mantenido íntimamente unidos.
Muchos de los seres que entraban en la clasificación de monstruos lo hacían, en gran medida, por su comportamiento sexual. Es el caso de las brujas, en las que lo de menos era su afición a hacer pócimas –para esto existía el término alquimista, si se trataba de un varón– y lo de más era su estrecha relación con el maligno, sus orgías y aquelarres en los que, se decía, copulaban con el mismísimo diablo. La firma de lencería Agent Provocateur echó mano del miedo para vender erotismo en un anuncio titulado Flores del mal, dirigido por Justin Anderson y que publicitaba su colección Soirée 2011/2012. En él, un grupo de mujeres malignas, ataviadas con ropa interior de la marca, atacaban a una chica en deshabillé para hacerle un cambio de estilismo.
La más reciente simbiosis de erotismo y terror en el mundo literario se llama coloquialmente dinoporno, la han inventado dos jóvenes estudiantes tejanas y en EEUU cosecha un éxito tras otro. La trama nos lleva a cuando los dinosaurios poblaban la tierra y las cavernícolas se ven a menudo violadas, seducidas, retenidas contra su voluntad o víctimas del síndrome de Estocolmo a manos de estos animales prehistóricos, con un potente instinto de reproducirse y cambiar el curso de la historia que los llevó a la extinción.
La primera pregunta que surge al ver las cubiertas de títulos como Taken by the T-Rex(Tomada por un T-Rex), Ravished by the triceratops (Cautivada por un triceratops) o In the velociraptor’s nest (En el nido del velocirraptor) es cómo se las agenciaban nuestros ancestros para deambular con biquinis y lencería propias del último desfile de Victoria’s Secret en la era de los dinosaurios. La segunda –que seguramente se formularán ya las mentes más calenturientas– hace referencia a la mecánica del acoplamiento durante el acto sexual entre una humana y un Tyrannosaurus Rex, pero ambas son un misterio aún por descifrar. Las autoras de esta literatura de serie B se animaron a inventar este género erótico tras comprobar el éxito de la novela Cincuenta sombras de Grey, y responden a los apodos de Christie Sims y Alara Branwen porque, según confesaban a The Cut, “nunca publicaríamos este tipo de material con nuestros nombres reales”.
El miedo comparte sensaciones y respuestas fisiológicas con el deseo. La primera de todas: poner los pelos de punta, y si hay alguien que sepa conjugar estos dos estímulos ese es el vampiro, el casanova por excelencia entre los monstruos. Estos seres de colmillos largos no copulan y no tienen derecho a disfrutar de los placeres carnales pero, como dice el escritor de novela negra colombiano, Miguel Mendoza Luna, en un artículo tituladoLos monstruos reciben su homenaje, “la figura del vampiro sustituyó el acto de la penetración sexual por el de la succión de la sangre con su promesa de una inmortalidad no desprovista de los placeres sensuales”, para añadir más adelante, “no olvidemos que es el único ser que ha sido capaz de reconciliar y equilibrar las dos fuerzas que definen al ser humano: erotismo y muerte”. A diferencia de otros monstruos más toscos, este murciélago humano domina el arte de la seducción y sabe sacar lo que quiere sin violencia. Gracias a sus muchos años en la tierra ha acumulado sabiduría y es un maestro en hacer que las mujeres se rindan, se sometan y pongan las yugulares a su disposición.
El vampiro resulta tan erótico que existe una parafilia sexual conocida como vampirismo, en la que el individuo sólo logra excitarse mordiendo y hasta chupando la sangre de su pareja. El éxito de la serie de televisión americana True Blood (Sangre fresca), que empezó a emitirse en 2008, fue poner todavía más énfasis en la sexualidad vampírica. El vampiro vive semiadaptado en una sociedad en la que se comercializa sangre artificial, con lo que ya no es necesario hincar el diente. El suspense está en si este colectivo se saltará o no el régimen. ¿Quién se conforma con comida enlatada cuando está en un banquete rodeado de platos exquisitos y recién hechos?
Pero, para seres oscuros y libidinosos hay que hablar de un tipo peculiar de demonio, interesado más en los cuerpos que en las almas. Se trata del íncubo –su versión femenina se llama súcubo–, procedente de la creencia y mitología popular europea de la Edad Media. Este ser del averno ataca a las mujeres mientras duermen y su estrategia consiste en ir introduciéndose en la mente femenina para sembrar la lujuria, provocando sueños húmedos. Tras varias noches de precalentamiento –reconozcámosle al menos esta delicadeza– se materializa y copula de forma salvaje y placentera. Al día siguiente la mujer no recuerda nada, apenas un sueño erótico, pero los restos de semen delatan que aquello no ha sido del todo irreal. La víctima se va debilitando, porque este demonio ha empezado a extraer su energía sexual, y si la cosa continúa, puede llegar a provocar la muerte.
A veces los íncubos buscan estos encuentros para tener descendencia. Sus retoños suelen ser personas rebeldes, inclinadas al mal o con superpoderes. La leyenda cuenta que el mago Merlín era hijo de uno de estos diablos y una prostituta, monja o princesa, según las diferentes versiones.
La única protección posible contra estos seres es una férrea moral, decían los curas de entonces, pero resulta que estos demonios gustan de provocar precisamente a los más castos y puros para probarse a sí mismos sus capacidades. Ser un putón es, paradójicamente, la mejor estrategia para no suscitar su interés.
La única protección posible contra estos seres es una férrea moral, decían los curas de entonces, pero resulta que estos demonios gustan de provocar precisamente a los más castos y puros para probarse a sí mismos sus capacidades. Ser un putón es, paradójicamente, la mejor estrategia para no suscitar su interés.
El espacio y las lejanas galaxias han traído también alienígenas con ganas de juerga. Personalmente los seres de otros mundos nunca me han puesto demasiado y sus naves espaciales, que parecen hospitales, menos, pero hay gustos para todo. Lo que ocurre con la ciencia ficción es que los pobladores de otros planetas se han ido refinando con el tiempo y abrazando cada vez más la asexualidad. ¡Una pena! Las películas de este género de los años 50 mostraban a seres que nada más aterrizar en sus naves iban corriendo al pueblo más cercano para hacerse con la chica más guapa –no eran tontos, no– y llevársela, desmayada, en sus brazos a hacer lo que sólo dios sabe qué. Barbarella(1968) nos describía una sociedad interplanetaria hedonista en la que los orgasmos los provocaba una máquina, pero las películas de ahora no disponen ni siquiera de ese aparatito. En muchos casos, las relaciones sexuales con los aliens son una aburrida forma de vibración de ondas electromagnéticas. Además, los hombres verdes que buscan encuentros con terrícolas, casi siempre lo hacen movidos por una necesidad de evitar que su raza se extinga, tras un cataclismo producido en su lugar de origen, y no por un simple calentón.
Como ocurre con los humanos, muchas veces los monstruos de aspecto más feroz o inquietante esconden un gran corazón y, más que sexo, buscan amor, dando lugar al mito de la bella y la bestia. La criatura diseñada por el doctor Frankenstein, lo primero que le pide a su creador, cuando por fin consigue articular palabra, es una compañera. King Kong, que puede aplastar un rascacielos de Manhattan si se lo propone, es un corderillo cuando está con su chica, a la que se conforma con mirar con ojitos tiernos. Muchos licántropos, entre ellos el encarnado por Benicio del Toro en El hombre lobo(2010), reconocen a la mujer que aman, incluso bajo los efectos de la luna llena, y eligen la muerte antes que dañarla. ¿Cuántos metrosexuales de piernas depiladas estarían dispuestos a eso?
Los monstruos, aunque repugnantes, pueden tener habilidades sexuales muy de agradecer. Ser poseída por una aberración de la naturaleza con elevada experiencia amatoria es una fantasía erótica que siempre ha estado en el imaginario femenino y que reflejan películas como La bestia (1975), de Walerian Borowczyk, o uno de los grabados shunga –arte erótico japonés– más populares, conocido como El sueño de la esposa del pescador y realizado en 1814 por el japonés Katsushika Hokusai, obra que Rodin y Picasso versionaron. El dibujo representa a una mujer en pleno éxtasis a la que un pulpo gigante le está practicando un cunnilingus, mientras otro más pequeño le toca un pezón con su tentáculo.
Últimamente los zombies son tendencia en el túnel del terror, pero estos monstruos son los menos carismáticos que pueda haber y, ni que decir tiene, que ignoran términos como erotismo o sexualidad. Los muertos vivientes representan a la masa ignorante, maleable y desprovista de cualquier ideal, tal vez por eso sean los preferidos del cine comercial y de las clases dirigentes, que sueñan con ciudadanos dóciles y sin cerebro. Si un apocalipsis nos convierte a todos en monstruos, al menos que seamos de los buenos, de esa modalidad a la que no se le ha arrebatado el placer del sexo.
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